Los niños Kin-Der, de Lyonel Feininger
traducción de Diego García e introducción de Rúben Varillas. Edición a tamaño gigante y en papel de 225 gramos.
De la mano, una vez más, del gran Manuel Caldas, nos llega directamente del pasado más remoto una nueva vieja obra rescatada del olvido: The Kin-Der Kids, de Lyonel Feininger. Y responde totalmente a las expectativas: una obra maravillosa, propia de aquella época, el principio del siglo XX, cuando la historieta era un medio nuevo y fresco donde todo era posible y no había reglas fijas. Esa época donde se empezó a construir el lenguaje del cómic, en la que éste era un arte lleno de posibilidades, vinculado directamente a las vanguardias artísticas y campo de pruebas para los experimentos, de forma y fondo, más arriesgados.
Todo esto es lo que uno se encuentra al sumergirse en las espectaculares páginas de The Kin-Der Kids. Feininger se siente totalmente libre, y esa libertad se refleja a la perfección en las aventuras rocambolescas de estos tres niños extraños que inician un viaje surrealista montados en una bañera propulsada por un muñeco mecánico japonés. Las planchas son, estéticamente, impresionantes, y más al tamaño de las páginas de la edición de Caldas, que quitan el aliento. Feininger, es cierto, no llega a las altas cotas que alcanzan la imaginación de Herriman y McCay, pero les ronda cerca: es imposible no tener la boca abierta mientras se van leyendo las historias y descubriendo, al pasar la página qué nueva imagen memorable nos espera. Pero más allá de eso, The Kin-der Kids es una mezcla genial de humor absurdo, juegos de palabras y experimentos con los acentos y el slang —todos ellos magistralmente traducidos por Diego García, responsable también de la traducción de la selección de planchas de Krazy Kat que Caldas nos regaló el año pasado—, pura poesía y aventura juvenil. Es el punto de encuentro entre la vanguardia pictórica y la literaria, y, al mismo tiempo, algo completamente nuevo y refrescante. Feininger es un tremendo dibujante, que si bien no juega con las viñetas tanto como otros contemporáneos, tiene un estilo sorprendentemente dinámico y moderno, incluso visto hoy en día. La influencia del cubismos y otros movimientos de principio de siglo es evidente, y le dan al resultado final un toque muy especial, sobre todo en algunos encuadres y perspectivas muy rompedoras que llaman la atención en cuanto se ven.
El genial plantel de secundarios, aún más extraños si caben que los tres niños Kin-Der, así como todos los pequeños detalles que el lector puede ir encontrando en las enormes páginas —los pececillos parlantes, todos los objetos que se amontonan en las viñetas de acción—, hacen de la lectura de este viaje delirante una experiencia muy divertida, más allá del disfrute puramente estético. Quizá los mejores momentos sean la visita a Inglaterra y la alusión a la guerra ruso-japonesa, finalizada tan sólo un año antes, pero todas las planchas son excelentes por un motivo u otro: la que no tiene una peripecia sorprendente tiene una escena impresionante. No son pocas las páginas que ofrecen ambas cosas.
Es interesante también ver cómo aún no estaban del todo definidos ciertos recursos, hecho que puede observarse, por ejemplo, en las formas de los bocadillos y en que a veces éstos no estén presentados en el orden que hoy entendemos como "natural" de izquierda a derecha, así como en la presencia de flechas para señalar desplazamiento, algo que sorprende, porque los dibujos de Feininger expresan ese movimiento perfectamente. Quizás, se me ocurre, nosotros vemos ese movimiento hoy con ojos diferentes, con la mirada "educada" en el medio, algo que evidentemente no podían decir los estadounidenses de 1907 que tuvieron la suerte de leer esta maravilla en su contexto histórico. Sin embargo, esto me lleva a hacer otra reflexión: hace diez o quince años, probablemente, no habríamos apreciado tanto esta serie, ni la habríamos entendido del todo. Sin embargo, hoy, al leerla, no puedo dejar de pensar que es algo tremendamente moderno, en todos sus aspectos. Y esto es así, claro, gracias a la labor de un puñado de dibujantes, con Chris Ware a la cabeza que están, ahora, volviendo la vista a esos orígenes del cómic y vinculando su propia producción con la de gente como Feininger. Y aunque no sea éste el tema que toca en este artículo, creo que es por esto, en parte, por lo que hoy podemos hablar de una edad de oro del cómic y de un momento creativo cuya efervescencia sólo es comparable a aquella época fundacional, le pese a quien le pese y, por descontado, sin hacer de menos a todos esos autores que hay entre medias y que tienen un valor increíble por innovar, o intentarlo, en un arte completamente asfixiado por una industria que se cimentaba en dos o tres géneros e ignoraba no sólo su historia remota, sino la reciente.
He dejado los parabienes a la edición para el final, pero no por ello son menos que en otras ocasiones. Tan cuidada como siempre, la restauración de Caldas para un material tan antiguo es de quitarse el sombrero: impecable. Del tamaño ya he hablado, pero no me me importa repetirme: impresionante. Perfecto e indispensable para disfrutar las planchas y todos sus detalles, e incluso en muchos casos los textos encerrados en bocadillos diminutos, supongo que por un intento por parte de Feininger de que el dibujo luciera más. Papel de excelente calidad y encuadernación en grapa, para poder ofrecer el tebeo a un precio demoledor y que saca los colores a la mayoría de los editores españoles: 22 euros. Y gastos de envío gratis, perfectamente embalado —a veces tiemblo al pensar en el tiempo que dedica Caldas en estos menesteres— y con una lámina enorme de regalo. Y un excelente artículo de introducción de Rubén Varillas, responsable de uno de los blogs indispensables en esto de los tebeos, Little Nemo's Kat
traducción de Diego García e introducción de Rúben Varillas. Edición a tamaño gigante y en papel de 225 gramos.
De la mano, una vez más, del gran Manuel Caldas, nos llega directamente del pasado más remoto una nueva vieja obra rescatada del olvido: The Kin-Der Kids, de Lyonel Feininger. Y responde totalmente a las expectativas: una obra maravillosa, propia de aquella época, el principio del siglo XX, cuando la historieta era un medio nuevo y fresco donde todo era posible y no había reglas fijas. Esa época donde se empezó a construir el lenguaje del cómic, en la que éste era un arte lleno de posibilidades, vinculado directamente a las vanguardias artísticas y campo de pruebas para los experimentos, de forma y fondo, más arriesgados.
Todo esto es lo que uno se encuentra al sumergirse en las espectaculares páginas de The Kin-Der Kids. Feininger se siente totalmente libre, y esa libertad se refleja a la perfección en las aventuras rocambolescas de estos tres niños extraños que inician un viaje surrealista montados en una bañera propulsada por un muñeco mecánico japonés. Las planchas son, estéticamente, impresionantes, y más al tamaño de las páginas de la edición de Caldas, que quitan el aliento. Feininger, es cierto, no llega a las altas cotas que alcanzan la imaginación de Herriman y McCay, pero les ronda cerca: es imposible no tener la boca abierta mientras se van leyendo las historias y descubriendo, al pasar la página qué nueva imagen memorable nos espera. Pero más allá de eso, The Kin-der Kids es una mezcla genial de humor absurdo, juegos de palabras y experimentos con los acentos y el slang —todos ellos magistralmente traducidos por Diego García, responsable también de la traducción de la selección de planchas de Krazy Kat que Caldas nos regaló el año pasado—, pura poesía y aventura juvenil. Es el punto de encuentro entre la vanguardia pictórica y la literaria, y, al mismo tiempo, algo completamente nuevo y refrescante. Feininger es un tremendo dibujante, que si bien no juega con las viñetas tanto como otros contemporáneos, tiene un estilo sorprendentemente dinámico y moderno, incluso visto hoy en día. La influencia del cubismos y otros movimientos de principio de siglo es evidente, y le dan al resultado final un toque muy especial, sobre todo en algunos encuadres y perspectivas muy rompedoras que llaman la atención en cuanto se ven.
El genial plantel de secundarios, aún más extraños si caben que los tres niños Kin-Der, así como todos los pequeños detalles que el lector puede ir encontrando en las enormes páginas —los pececillos parlantes, todos los objetos que se amontonan en las viñetas de acción—, hacen de la lectura de este viaje delirante una experiencia muy divertida, más allá del disfrute puramente estético. Quizá los mejores momentos sean la visita a Inglaterra y la alusión a la guerra ruso-japonesa, finalizada tan sólo un año antes, pero todas las planchas son excelentes por un motivo u otro: la que no tiene una peripecia sorprendente tiene una escena impresionante. No son pocas las páginas que ofrecen ambas cosas.
Es interesante también ver cómo aún no estaban del todo definidos ciertos recursos, hecho que puede observarse, por ejemplo, en las formas de los bocadillos y en que a veces éstos no estén presentados en el orden que hoy entendemos como "natural" de izquierda a derecha, así como en la presencia de flechas para señalar desplazamiento, algo que sorprende, porque los dibujos de Feininger expresan ese movimiento perfectamente. Quizás, se me ocurre, nosotros vemos ese movimiento hoy con ojos diferentes, con la mirada "educada" en el medio, algo que evidentemente no podían decir los estadounidenses de 1907 que tuvieron la suerte de leer esta maravilla en su contexto histórico. Sin embargo, esto me lleva a hacer otra reflexión: hace diez o quince años, probablemente, no habríamos apreciado tanto esta serie, ni la habríamos entendido del todo. Sin embargo, hoy, al leerla, no puedo dejar de pensar que es algo tremendamente moderno, en todos sus aspectos. Y esto es así, claro, gracias a la labor de un puñado de dibujantes, con Chris Ware a la cabeza que están, ahora, volviendo la vista a esos orígenes del cómic y vinculando su propia producción con la de gente como Feininger. Y aunque no sea éste el tema que toca en este artículo, creo que es por esto, en parte, por lo que hoy podemos hablar de una edad de oro del cómic y de un momento creativo cuya efervescencia sólo es comparable a aquella época fundacional, le pese a quien le pese y, por descontado, sin hacer de menos a todos esos autores que hay entre medias y que tienen un valor increíble por innovar, o intentarlo, en un arte completamente asfixiado por una industria que se cimentaba en dos o tres géneros e ignoraba no sólo su historia remota, sino la reciente.
He dejado los parabienes a la edición para el final, pero no por ello son menos que en otras ocasiones. Tan cuidada como siempre, la restauración de Caldas para un material tan antiguo es de quitarse el sombrero: impecable. Del tamaño ya he hablado, pero no me me importa repetirme: impresionante. Perfecto e indispensable para disfrutar las planchas y todos sus detalles, e incluso en muchos casos los textos encerrados en bocadillos diminutos, supongo que por un intento por parte de Feininger de que el dibujo luciera más. Papel de excelente calidad y encuadernación en grapa, para poder ofrecer el tebeo a un precio demoledor y que saca los colores a la mayoría de los editores españoles: 22 euros. Y gastos de envío gratis, perfectamente embalado —a veces tiemblo al pensar en el tiempo que dedica Caldas en estos menesteres— y con una lámina enorme de regalo. Y un excelente artículo de introducción de Rubén Varillas, responsable de uno de los blogs indispensables en esto de los tebeos, Little Nemo's Kat
DEL blog manuel caldas
No hay comentarios:
Publicar un comentario